Orlando Guevara Núñez
Panchita no fue nunca
maestra. Ni tampoco presumía de atea, por lo menos en una forma declarada. Pero
lo cierto es que su magistral “clase práctica” fue la más efectiva lección de
materialismo recibida hasta entonces por los habitantes de nuestra pequeña
barriada rural. Y constituyó el golpe más contundente en aquella época recibido allí
por algunos mitos que, oficiales o no, campeaban en la mente de todos.
Fue
exactamente un viernes santo. Ese día era realmente excepcional. La única
comida que se hacía era los frijoles con dulce. Y existía en la elaboración de
ese plato hasta un cierto celo profesional entre las mujeres del barrio. Que si
Matilde los hacía mejor que Cacha; que si Margarita y Rosa mejor que Beba y
Aracelis o ellas mejor que otras. Y tal vez por eso, los frijoles con dulce
eran brindados ese día, en todas las casas, con la misma naturalidad que el
lechón asado en Noche Buena o el café en ocasión de una visita.
El viernes santo tenía la cualidad de ser el
día más tranquilo, porque el fanatismo nos había sembrado en la mente - a
mayores y menores- que si nos “fajábamos”, nos quedaríamos irremediable y
eternamente “pegados”. Y había que imaginar lo terrible que debía ser
resignarse a vivir pegado a un adversario. Ese día era, además, de una estricta
abstinencia sexual, por la misma razón esa de la “pegadera”, aunque algunos
decían que en ese caso la tragedia debía ser menor.
La zafra se paralizaba ese día porque-según
la creencia-, si el central molía, estaba triturando a Dios. Tampoco se podía
cortar cañas, ni chapear, ni cortar leña, porque cada machetazo era una herida
que se le causaba a Jesucristo. Y muchos aseguraban que si se cortaba una mata
de piñón, en lugar de la resina surgiría del árbol la sangre del Señor. Otros
dudaban todo eso, pero nunca vi que alguno se atreviera a comprobar la realidad
o falsedad de esas afirmaciones. Entre los últimos me cuento.
Algo del viernes santo nos alegraba en
cierto modo a los muchachos: estaba prohibido bañarse. Y quien lo hiciera se
exponía a quedar automáticamente convertido en pez, o más exactamente, en
“pescao”. He oído que en algunos lugares la creencia no era igual y lo que se
prohibía era bañarse en el río, lo que también aceptábamos y tampoco conocí que
alguien desafiara el mito. Las mujeres tenían ese día un descanso doméstico,
pues, si se barría, la casa se llenaría de hormigas.
En la dieta, recuerdo que se permitía también
el pescado, aunque en mi barrio pocos lo utilizaban, pues durante los demás
días no era difícil conseguirlo. Bastaba que pasara por allí el cambiador de
botellas por pescado, o mejor dicho, de pescado por botellas.
El día viernes santo, para decir verdad, nadie
se atrevía a “pasarse de rosca”. Por convicción o por miedo, pero no se pasaba.
Y fue ése el gran mérito de Panchita. Mérito digo, como podría decir también
audacia, locura o utilizar otro calificativo. Pero lo cierto es que los mitos
sufrieron allí ese día un irreparable golpe.
Fue una mañana como otra cualquiera. La única
diferencia estaba en que era ese día señalado como sagrado. Y la noticia se
propagó con una velocidad tan sorprendente como el hecho mismo: ¡Panchita se
fugó con el novio! Y la expectativa fue tremenda. Y los comentarios se
multiplicaron no por el hecho, sino por la fecha.
Que
si Panchita estaba loca, que si recibiría los castigos anunciados, que si era
una hereje. Pero a los muchachos lo que nos interesaba saber era si había
sucedido lo pronosticado para quienes se atrevieran a hacer eso un viernes
santo.
La curiosidad nos llevó ese día al lugar
donde sabíamos se encontraba Panchita. Era
Sábado de Gloria. Y la gran revelación fue cuando el matrimonio salió y
nos percatamos, con alegría y asombro, de que venían juntos, pero ¡no pegados! Era, repito, Sábado de Gloria y
los rostros de los recién casados reflejaban tanta o más gloria que la fecha.
Pasados
los años, los habitantes del pequeño barrio rural hemos tenido la oportunidad
de leer muchos libros, escuchar conferencias y buscarles explicación científica
a las creencias sustentadas en los mitos. Pero aún hoy sigo pensando que nada
ha sido tan convincente como aquel episodio protagonizado por Panchita,
comparado sólo con el altruismo de los científicos nuestros, que ensayan las vacunas con ellos y sus hijos
para proclamar su verdad.
A partir de
entonces, cada viernes santo comenzó a ser distinto. Y no eran pocos los que en
esa fecha, aunque no lo expresaran públicamente, en silencio le daban las más devotas gracias a Panchita, por tan útil
enseñanza
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