Autor: Orlando Guevara Nùñez
A los lectores de Ciudad sin
Cerrojos. Hace más de un lustro, escribí y publiqué de forma parcial, este testimonio sobre el bloqueo. Como es este un
tema de mucha actualidad, comparto con ustedes estas notas, que divido en cinco
partes. Solo pequeños cambios, en aras de la actualización, las diferencian del
original.
Cuando comenzó el bloqueo yanqui contra Cuba, yo no había cumplido 17 años
de edad. Y recién comenzaba mi vida laboral. Ahora voy para un quinquenio como
jubilado y el bloqueo sigue ahí, como musgo prendido a una roca, tratando de
coparla y corroerla.
Lo del musgo es un
recurso literario, pues en buen cubano lo que vale decir es que el bloqueo
sigue jodiendo.
Sacando cuentas,
de cada cuatro años he vivido bloqueado tres;
de cada año, más de nueve meses;
de cada mes, más de veinte días; de cada día, más de 16 horas; de cada
hora, más de 40 minutos y de cada minuto más de 40 segundos. Y los guarismos
siguen creciendo.
Hace
cincuenta años, vivía con mis
padres y hermanos. No me había casado. Ahora tengo esposa, hija y dos nietos.
El bloqueo trascendió mi generación y ha castigado a dos más. Mis descendientes no conocen lo que es vivir en
un país sin bloqueo.
Lo cierto es que
yo mismo no sé trabajar en otras condiciones a no ser éstas, donde cada
actividad ha estado marcada por carencias. Es como un castigo cuya extinción
parece no tener fin –pero lo trendrà- y
cuyo propósito es hacernos arrepentir y renunciar a la osadía de ser libres. La
realidad es que cada día de bloqueo y cada hora de su arreciamiento, sólo
consiguen hacernos más especialistas en el arte de resistir, que es igual a
vencer.
Volviendo a las
cuentas, llego a la conclusión de que toda mi vida ha transcurrido bajo el
rigor de un bloqueo. Distinto el primero, pero no menos brutal. Antes del
bloqueo yanqui, sufría otro del cual no conocía el nombre, pero sentía su
ensañamiento.
Antes de 1959
vivía en un apartado barriecito rural, casi al margen de la civilización. Tenía
diez años de edad cuando fue asaltado el Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba y
era uno entre los muchos niños preteridos, cuyos males nutrieron las ideas y
los sueños de los jóvenes capitaneados por Fidel. De Revolución no conocía ni
siquiera el nombre, pero mi edad coincidía exactamente con el tiempo que
llevaba siendo víctima de un inhumano bloqueo.
Cuba no estaba
bloqueada por ningún país extranjero. Por el contrario, los yanquis apoyaban a
quienes aquí gobernaban y favorecían a los dueños del poder... siempre que
fueran obedientes con ellos. Eso lo
comprendí muchos años después, porque en la época que describo ni razonar
sabía.
No he olvidado el
día en que en mi humilde escuelita rural, casi arruinada por la acción
corrosiva del tiempo y la ausencia de mantenimiento, vencí el tercer grado de
escolaridad. No hubo fiesta. Esa vez recibí una decepción que marcó para
siempre mis sentimientos de niño. Era mi adiós al aula, donde había alcanzado
el nivel máximo que se impartía. Sólo ahora revelo el inconfesado secreto de
que esa mañana lloré. Me sentí aplastado por una fuerza invisible e
incomprensible. Cerraba los ojos y trataba de imaginar a un culpable, pero no
aparecían rostro ni figura y así la impotencia crecía. A partir de entonces,
mis ilusiones de ser Ingeniero Agrónomo se incineraban cada noche en la hoguera de un candil. ¿Quién coño podría convencerme
ahora de que aquél no era un lacerante y criminal bloqueo?.
Una vez mi padre
intentó que yo siguiera estudiando y me mandó al pueblo, a casa de un tío, con
un maestro particular que cobraba un peso mensual y una profesora de
mecanografía por tres pesos. El propósito quedó trunco, porque las necesidades
vencieron al deseo. Cuatro pesos mensuales era demasiado capital para el lujo
de invertirlo en el estudio. O podría decirse también que era muy poco para
poder comprar ese derecho humano un humano que no tenía derechos.
Hasta los Reyes Magos
-a quienes idolatraba entonces – se sumaban al injusto bloqueo. No había
anochecer de un cinco de enero que no me encontrara ya en la cama. Lo de la
cama fue después, primero estuvo la hamaca, siempre bajo la creencia de que si
los Reyes llegaban y veían a alguien despierto, no entraban.
Mi carta de
solicitud de juguetes la dejaba acomodada dentro de un zapato. Pero Baltazar –
mi Rey preferido- parece que repartía en
mi casa y en mi barrio lo que le sobraba después de visitar a los niños ricos,
quienes siempre se portaban mejor que los pobres. Una vez me encabroné con él y
le escribí a Melchor pero me fue igual. Los mandé a los dos para el carajo y
sólo se me escapó Gaspar porque no llegué a pedirle nada.
Por eso el día que
antes de tiempo se rompió el encanto y desapareció la ilusión de los Reyes
Magos en mi conciencia, no sufrí tanto. Para más exactitud: no sufrí nada, ni
culpé a mis padres por el engaño piadoso. Los quise más y me sentí conmovido
pensando en la angustia de ellos para arrebatarle a la pobreza unos pocos pesos
cada enero y alimentar así mis fantasías de niño.
Sufrí también un
terrible bloqueo financiero. En mi barrio nadie conocía el nombre técnico de
esa crisis, pero las denominaciones para quienes no tenían un centavo,
sobraban: estar bruja, escarchao, en cueras, despalmao, sin una perra, hecho
leña o ceniza o polvo. Dicho de una forma más cruda: hecho mierda.
Una vez, en un
relato, dije que el primer billete de un peso que tuve en mis manos
–enteramente mío- me encontró ya con más
de quince años de edad. Me sentí como un magnate. Y la primera reacción fue
conservarlo una semana en el bolsillo, para mostrarlo a los demás muchachos. Lo
segundo, planificar con exquisitez de economista en qué iba a invertirlo y lo
último fue gastarlo, sin la certeza vislumbrada de un relevo.
Ese era también un
abusivo bloqueo. Mi capital para las fiestas no sobrepasaba los veinticinco
centavos y con ellos ni siquiera podía bailar. De eso sufro todavía las
secuelas. Nunca aprendí a bailar y ahora, cuando obligado enfrento el desafío,
la música anda por un lado y mis movimientos por otro, sin nexo alguno ni dios
que los compagine.
La primera vez que
ví en vivo una orquesta tocando, creo había sobrepasado ya los diecisiete años
de edad. Antes sólo conocía los órganos orientales y los pequeños grupos
campesinos dotados de guitarras, maracas, bongoes, claves y guayos. El bloqueo
cultural es uno de los más monstruosos que existe, porque atrofia la
inteligencia. Y ese mal lo padecimos muchos, puede decirse que todos, en mi
pequeño barrio rural. Ni siquiera algunas personas con menos penurias
económicas que los demás, escapaban a ese flagelo.
Lo de la salud no
tenía nombre. O sí lo tenía: abandono y el más cruel de los desamparos. De niño
padecí cuanta enfermedad rondaba la zona. Pasé por el sarampión, la rubéola, la
tos ferina, varicela, papera, parásitos... y siempre sin asistencia médica.
¿Vacunas? Alcanzo a recordar a un hombre bondadoso que visitaba el barrio
alguna vez, poniendo una sola, creo que contra el tétano. Pero recibían esa
dosis sólo quienes ese día no eran ágiles y se dejaban atrapar. Eso explica que
para esa fecha- lo supe muchos años después- entre sesenta y setenta niños de
cada mil nacidos vivos no llegaban siquiera al primer año de vida. Era una de
las consecuencias más trágicas de aquel bárbaro bloqueo, recrudecido en 1958.
Víctima de ese
bloqueo murió Bancay, con igual edad que la mía, por un tétano que penetró
hasta donde las vacunas no alcanzaron. Mi primo Roberto, a los veinte años de
edad, no resistió una enfermedad de la cual ni el nombre llegó a saberse y
simplemente se diagnosticó “anemia”. Mi prima Nidia perdió la vida en uno de
los momentos de más felicidad para una mujer, el parto, mientras que su hijo no
llegó a estrenar el nombre. También el diagnóstico fue “anemia”. Morejón, un
vecino, murió con los pulmones destrozados y mirando, como todos los pobres,
las estrujadas recetas médicas viajando de las manos a los bolsillos vacíos,
sin convertirse nunca en medicinas. Estos casos, ocurridos en menos de cinco
hogares, dan una idea de la tragedia si el análisis se llevara a mayores
escalas. Antes de 1959, en Cuba era, para los pobres, un error muy costoso
enfermarse.
Miguel Angel, mi
tío, murió de una enfermedad que sólo desapareció con la Revolución. El
14 de febrero de 1958 fue asesinado por esbirros de la tiranía. Le destrozaron
la cara a balazos. Mi padre preguntó al presunto asesino si había sido él, pero
le dijo con cinismo que no, que esa noche lo que había hecho era capar a tres.
Para sus familiares, la alegria del Día de los enamorados, se transformó en
tristeza y luto
A mediados del
último año de la existencia de la tiranía batistiana, ésta se empeñó en
bloquear todo el territorio de la Sierra Maestra, con el fin de impedir la
entrada de sumunistros a los rebeldes comandados por Fidel, cercarlos y
aniquilarlos.
Todo lo que la
gente del campo iba a comprar al pueblo, tenía que ser autorizado en un punto
de control operado por soldados de la tiranía. Había que presentar una lista,
la cual ellos tachaban a su antojo, sólo por placer y creo que también por
demostrar poder. Así, los campesinos teníamos derecho a comprar no lo poco que
podíamos, sino lo menos que se autorizaba.
El control se
realizaba a la entrada del pueblo. Cuando la gente regresaba era registrada, se
comprobaba la mercancía con la nota y quienes incumplían lo normado eran
conducidos al cuartel. Y no pocos pagaron su audacia siendo obligados a comerse
el jabón, la sal y otros productos llevados al margen de lo autorizado. Si eso
no era bloqueo, que venga el diablo y me lo discuta.
Trabajar tres meses
al año y estar sin empleo los nueve restantes, sin garantía para el sustento
familiar era una cosa terrible. Y eso también reinaba a mis alrededores.
Fogones apagados, alacenas vacías, frente a estómagos sin llenar; brazos sobrantes o más bien empleo faltante;
enfermedades sin médicos ni medicinas, escuelas sin maestros y niños sin ambas
cosas. Bajo ese horrendo bloqueo viví mi niñez y parte de la adolescencia.
Para esa fecha,
todavía los cubanos no éramos “terroristas”, ni “amenazábamos” la seguridad de
Estados Unidos, ni constituíamos “peligro” de guerra cibernética, ni se habían
realizado aquí los “cambios” que hoy nos exigen. Eramos un país “democrático”,
colmado de “derechos humanos”.
Hasta que llegó el
Primero de Enero de 1959. “Muerto el perro se acabó la rabia”, pensamos
entonces sin poder vislumbrar que esa rabia se multiplicaría contra nosotros,
inoculada y multiplicada en cada arteria del gobierno imperialista de los
Estados Unidos.
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