.Orlando Guevara Núñez
Los cadáveres de los jóvenes caídos en combate
o asesinados en el Cuartel Moncada,
inspiraron miedo a los esbirros de la tiranía. Para tratar de ocultar la
barbarie de las torturas y los asesinatos, se propusieron hacer un entierro
secreto que evitara, además, el conocimiento del pueblo sobre la ubicación de
las sepulturas.
En
el libro El juicio del Moncada, edición por el aniversario 60 del
Moncada, su autora, Marta Rojas, recoge algunas misivas de René Guitart, padre
de Renato Guitart Rosell – uno de los caídos -sobre lo ocurrido el 27 de julio
de 1953, en el cementerio de Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba.
Un
hecho indignante narrado por el progenitor del combatiente santiaguero, es que,
al reconocer el cadáver del hijo, pidió le fuera entregado para velarlo en su
casa. La respuesta no pudo ser más grosera, inhumana y cobarde:
-¿Dónde
lleva usted a ese muerto?, le preguntó un capitán.
-A
su casa para que su madre lo vea por última vez, respondió el padre.
-Si
no lo conduce inmediatamente al cementerio, usted se va a quedar con él
definitivamente en Santa Ifigenia.
Y
así tuvo que ser. Ya en la necrópolis, la madre y la novia de Renato pudieron
verlo durante un breve tiempo.
Los
cadáveres, conducidos en un camión, fueron lanzados al suelo hasta el punto que
algunos salieron de sus rústicos
ataúdes. Estaban destrozados, mutilados. Pero el padre de Renato tuvo tiempo
para conversar con uno de los sepultureros, Pablo Lavadí, y coordinó con
él la forma de realizar el enterramiento
e identificar bien el lugar, con vistas a su posterior rescate y preservación,
frustrando así el interés de la tiranía de desaparecerlos.
Un
total de 33 cadáveres fueron sepultados ese día, entre ellos 32 de combatientes
del Moncada. El otro, el del Niño Cala,
un luchador contra la dictadura de Gerardo Machado, asesinado sin tener
vinculación con los asaltantes. Entre los restos, los de Abel Santamaría
Cuadrado, segundo jefe de la acción, torturado y asesinado.
Pablo
Lavadí y El Chino- otro sepulturero- hicieron el enterramiento. En la tarea de
preservar esos restos tuvo un papel destacado la revolucionaria santiaguera
Gloria Cuadras de la Cruz, en combinación con otros sepultureros.
En
carta a Haydée Santamaría, fechada el 30 de diciembre de 1953, René Guitart le
afirma que “Ayer por la mañana y en una labor de dos días y medio, quedaron
depositados en la tumba que yo construí, las 32 cajitas de metal conteniendo
los restos de los héroes del Moncada que estaban enterrados en Santa Ifigenia”. Otro grupo fue sepultado en el cementerio de El Caney.
Ese
gesto patriótico tuvo que hacerse en secreto,
de noche, de forma clandestina, pues la tiranía lo hubiese impedido.
Un testimonio de René Guitart reafirma la monstruosidad de los esbirros
batistianos. “A todos los que intervinieron en la exhumación los impresionó
profundamente las condiciones de los restos. En la mayoría, los cráneos estaban
despedazados. Huesos de los brazos y las piernas destrozados, como igualmente
las costillas. Fueron estos muchachos las víctimas de los bárbaros
fusilamientos con ametralladoras. Por esos sus restos están todos destrozados.
Pude comprobar estos detalles porque no sé de dónde, pero logré extraer valor
para llegar al propio convencimiento”.
Decisivo
fue el trabajo de los sepultureros Pablo Lavadí y El Chino. Cuenta el padre de
Renato que, aunque él no les había ofrecido ninguna retribución material por
ese riesgoso trabajo, al concluirlo fue donde Lavadí para darles 500 pesos a cada uno.
“No
me haga eso, Guitart, porque todo lo que hicimos lo hemos hecho con el corazón,
yo lo hice con mi corazón y usted me está ofendiendo con ese dinero”. Así
reaccionó Lavadí, hablando también en nombre de El Chino. En aquel tiempo, ese
dinero representaba unos ocho meses de salario de ambos.
“Al
Chino nada, y a mí tampoco, Guitart, nosotros nos sentimos orgullosos de haber
enterrado a esos muchachos que fueron tan valientes”.
Estos
dos santiagueros, obreros humildes, fueron un hermoso ejemplo de la solidaridad
del pueblo con los moncadistas en aquellos días, cuando el crimen se ensañó con
quienes habían venido al Moncada y al Carlos Manuel de Céspedes a ofrendar su
sangre y su vida para que José Martí, el Apóstol de nuestra independencia,
siguiera viviendo en el alma de la Patria.
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