viernes, 13 de mayo de 2016

Un pasado que en Cuba no será jamás presente La época



 .Orlando Guevara Núñez
Existen hechos aislados que retratan una época. En realidad no son tan aislados, pero uno los mira así porque ellos representan nuestro universo, el micro mundo que habitamos. Y yo digo que aquellos dos serones de yuca, si analizamos su historia, descubren de inmediato la época del hecho que protagonizaron.
    Duele de verdad tener una siembra que se ve brotar de la tierra, crecer, que usted le da vueltas todos los días, la libera de las malas hierbas y observa satisfecho como alrededor del tronco se pronuncian las grietas que descubren la parición. Y duele, repito, que de momento venga una ventolera rabiosa y ponga boca arriba ese sembrado. Y eso fue lo que pasó con una “tabla” de yuca que ya tenía  ocho meses de vida. El desastre fue por la tarde y el campo quedó arrasado, insalvable. Añádale a la desgracia que la yuca, cuando se saca, si no se consume rápido, se echa a perder.
Por eso fue que Manolo y yo decidimos estrenarnos como vendedores de vianda en el pueblo, del cual nos separaban unos doce kilómetros. Se decía que la lata de yuca la estaban pagando a  setenta centavos. Y a cada serón le cabían diez latas. De manera que nuestros escasos conocimientos matemáticos nos indicaban que si vendíamos toda la mercancía, obtendríamos catorce pesos. Y catorce entre dos, era a siete.
 Fue así que a las cinco de la madrugada ya estábamos camino hacia el pueblo. Y alrededor de las siete recorríamos las calles con el cargamento. Ninguno de los dos nos atrevíamos a pregonar, tal vez por una mezcla de pena y de orgullo. Le dije a Manolo que si nos proponían la venta “al detalle”,  no venderíamos y aunque nos insistieran, diríamos que no. La realidad, sin embargo, fue que todo el mundo nos miraba con indiferencia. Desde muchas viviendas las miradas se dirigían hacia los serones, pero nadie preguntaba ni siquiera lo que llevábamos.
Visitamos una infinidad de bodeguitas y timbiriches, pero los comerciantes nos recibían con la misma indiferencia que la población. “No hay venta”, nos decían algunos. Y en más de un lugar nos encontramos con otros vendedores en cuyos rostros se reflejaba el desaliento.
   El paso de las bestias se tornaba ya más lento y pesado. No era fácil andar desde la madrugada hasta las tres de la tarde llevando a cuestas un serón de yuca, al cual se sumaba el jinete. Comenzamos a sentir lástima por los animales.
 Le comenté a Manolo que si dentro de una hora no vendíamos la mercancía, ¡la tiraríamos al mar! El me propuso regresar con ella a la  casa y echársela a los animales. Pero volver cargados no era nada agradable, en primer lugar, por consideración a las bestias y en segundo porque en realidad nos daba pena haber fallado en el intento.
   Hasta que por fin llegamos a una pequeña bodega, cuyo dueño se interesó por la carga. Nos preguntó cuántas latas llevábamos y a cómo las vendíamos. Le dije que veinte latas a setenta centavos. El gallego, grueso y no tan viejo, hizo un gesto de negación, pero al mismo tiempo sacó algunas yucas del serón y las examinó con detenimiento. Le dije que eran nuevas y le conté la historia de la ventolera, la cual no pareció interesarle en lo más mínimo.
 Sin mirarnos de frente, el comerciante me hizo una proposición: si se las rabajaba a cincuenta centavos, me compraba un serón. Mi primer pensamiento fue aceptar la oferta, tirar las demás al mar y largarnos para la casa, evitando así que nos cogiera la noche en el camino. Pero le contesté con otra propuesta: si me las compraba todas, se las vendía a cuarenta centavos la lata.
Noté que le había gustado el negocio, lo cual ratificó diciéndome que estaba bien, que podíamos hacer el trato. Dio la espalda y con varias yucas de ambos serones en las manos, penetró en la bodeguita que formaba parte de la vivienda. Fue entonces que nos dimos cuenta del propósito del gallego: se puso a pelar y a cocinar las yucas para comprobar si se ablandaban y eran buenas. Era la condición para cerrar la compraventa.
Manolo y yo nos sentimos un tanto heridos en nuestro amor propio, pero decidimos esperar. En definitiva, sabíamos que las yucas se ablandarían pronto. Y fue así como realizamos la venta. El hombre nos pagó ocho pesos y pasadas la cuatro de la tarde emprendimos el regreso.
 A veces recuerdo aquel hecho y no le perdono al gallego la humillación, pero también le reconozco como el que nos liberó del fracaso total. Por otra parte, él no tenía la culpa de todo, ni siquiera de que Manolo y yo tuviéramos que reformular la operación matemática inicial. La época era más culpable. A fin de cuentas, en 1957 las cosas no podían ser de otra manera…
 Eran tiempos de abundancias artificiales. Más que superproducción, lo que  existía era subconsumo. Tiendas y vidrieras llenas, frente a bolsillos vacíos y fogones apagados.

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