.Orlando Guevara Núñez
Existen
hechos aislados que retratan una época. En realidad no son tan aislados, pero
uno los mira así porque ellos representan nuestro universo, el micro mundo que
habitamos. Y yo digo que aquellos dos serones de yuca, si analizamos su
historia, descubren de inmediato la época del hecho que protagonizaron.
Duele de verdad tener una siembra que se ve
brotar de la tierra, crecer, que usted le da vueltas todos los días, la libera
de las malas hierbas y observa satisfecho como alrededor del tronco se
pronuncian las grietas que descubren la parición. Y duele, repito, que de
momento venga una ventolera rabiosa y ponga boca arriba ese sembrado. Y eso fue
lo que pasó con una “tabla” de yuca que ya tenía ocho meses de vida. El desastre fue por la
tarde y el campo quedó arrasado, insalvable. Añádale a la desgracia que la
yuca, cuando se saca, si no se consume rápido, se echa a perder.
Por
eso fue que Manolo y yo decidimos estrenarnos como vendedores de vianda en el
pueblo, del cual nos separaban unos doce kilómetros. Se decía que la lata de
yuca la estaban pagando a setenta
centavos. Y a cada serón le cabían diez latas. De manera que nuestros escasos
conocimientos matemáticos nos indicaban que si vendíamos toda la mercancía,
obtendríamos catorce pesos. Y catorce entre dos, era a siete.
Fue así que a las cinco de la madrugada ya
estábamos camino hacia el pueblo. Y alrededor de las siete recorríamos las
calles con el cargamento. Ninguno de los dos nos atrevíamos a pregonar, tal vez
por una mezcla de pena y de orgullo. Le dije a Manolo que si nos proponían la
venta “al detalle”, no venderíamos y
aunque nos insistieran, diríamos que no. La realidad, sin embargo, fue que todo
el mundo nos miraba con indiferencia. Desde muchas viviendas las miradas se dirigían
hacia los serones, pero nadie preguntaba ni siquiera lo que llevábamos.
Visitamos
una infinidad de bodeguitas y timbiriches, pero los comerciantes nos recibían
con la misma indiferencia que la población. “No hay venta”, nos decían algunos.
Y en más de un lugar nos encontramos con otros vendedores en cuyos rostros se
reflejaba el desaliento.
El paso de las bestias se tornaba ya más
lento y pesado. No era fácil andar desde la madrugada hasta las tres de la
tarde llevando a cuestas un serón de yuca, al cual se sumaba el jinete.
Comenzamos a sentir lástima por los animales.
Le comenté a Manolo que si dentro de una hora
no vendíamos la mercancía, ¡la tiraríamos al mar! El me propuso regresar con
ella a la casa y echársela a los
animales. Pero volver cargados no era nada agradable, en primer lugar, por
consideración a las bestias y en segundo porque en realidad nos daba pena haber
fallado en el intento.
Hasta que por fin llegamos a una pequeña
bodega, cuyo dueño se interesó por la carga. Nos preguntó cuántas latas
llevábamos y a cómo las vendíamos. Le dije que veinte latas a setenta centavos.
El gallego, grueso y no tan viejo, hizo un gesto de negación, pero al mismo
tiempo sacó algunas yucas del serón y las examinó con detenimiento. Le dije que
eran nuevas y le conté la historia de la ventolera, la cual no pareció
interesarle en lo más mínimo.
Sin mirarnos de frente, el comerciante me hizo
una proposición: si se las rabajaba a cincuenta centavos, me compraba un serón.
Mi primer pensamiento fue aceptar la oferta, tirar las demás al mar y largarnos
para la casa, evitando así que nos cogiera la noche en el camino. Pero le
contesté con otra propuesta: si me las compraba todas, se las vendía a cuarenta
centavos la lata.
Noté
que le había gustado el negocio, lo cual ratificó diciéndome que estaba bien,
que podíamos hacer el trato. Dio la espalda y con varias yucas de ambos serones
en las manos, penetró en la bodeguita que formaba parte de la vivienda. Fue
entonces que nos dimos cuenta del propósito del gallego: se puso a pelar y a
cocinar las yucas para comprobar si se ablandaban y eran buenas. Era la
condición para cerrar la compraventa.
Manolo
y yo nos sentimos un tanto heridos en nuestro amor propio, pero decidimos
esperar. En definitiva, sabíamos que las yucas se ablandarían pronto. Y fue así
como realizamos la venta. El hombre nos pagó ocho pesos y pasadas la cuatro de
la tarde emprendimos el regreso.
A veces recuerdo aquel hecho y no le perdono
al gallego la humillación, pero también le reconozco como el que nos liberó del
fracaso total. Por otra parte, él no tenía la culpa de todo, ni siquiera de que
Manolo y yo tuviéramos que reformular la operación matemática inicial. La época
era más culpable. A fin de cuentas, en 1957 las cosas no podían ser de otra
manera…
Eran tiempos
de abundancias artificiales. Más que superproducción, lo que existía era subconsumo. Tiendas y vidrieras
llenas, frente a bolsillos vacíos y fogones apagados.
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