.Orlando Guevara Núñez
Osmundo
era un combatiente que siempre estaba alegre. Una de sus predilecciones era
presumir de los mucho que habìa “gozado la vida”, lo cual avalaba con
innumerables anécdotas sobre su época juvenil, algo marchitada ya por sus más
de cuarenta años de edad.
Y
una de las cosas que con frecuencia sacaba a relucir Osmundo, era que su hijo,
de 16 años de edad – para su orgullo-
iba a ser “un tipo duro” en eso de conquistar mujeres, emular con él en
“dar galletas” cuando hiciera falta, y saber “vivir la vida”.
-
Eso no lo hace ahora porque todavía es un vejigo, pero cuando crezca… ¡Lo estoy
enseñando!
El
hablaba así y a nosotros nos parecía que Osmundo –utilizando la ficciòn- quería demostrar que había hecho cosas para
él solo existentes en la imaginación, aspiraciones que no pudo alcanzar nunca
en su juventud. Su procedencia humilde nos lo decía. Y deseaba, tal vez, que su
hijo hiciera lo que el padre no pudo acariciar más que en sueños .
Por
otra parte, su conducta diaria no tenía nada que ver con el personaje que él
mismo se atribuía, porque a la hora del trabajo, del sacrificio y del peligro,
ahí estaba él, en primera fila, tal vez sin darse cuenta de que esas cualidades
que a diario veíamos en él, eran las que ganaban nuestra admiración y no las
fantasías de sus aventuras.
A
veces parecía sentir complacencia por “estar en contra” de algunas cosas, sin
razón alguna que lo justificara. Por esto fue necesario criticarlo. Pero eso no
mermó nunca su cualidad principal: la disposición para estar siempre entre los
primeros, entre la vanguardia.
Llegó
un día, sin embargo, en el que Osmundo reveló su verdadera personalidad y sus
verdaderos sentimientos. Ya al atardecer, un grupo de compañeros nos encontrábamos
en la habitual tertulia que seguía a la comida. El, desde luego, había
comenzado “la función”, relatando algunas de sus “proezas”. En eso llegó un compañero que regresaba del
correo con varias cartas, las que repartió a sus destinatarios, entre ellos a
Osmundo.
Algunos
no se percataron, pero lo cierto es que Osmundo se puso muy serio, no hizo
ningún comentario y casi de forma inadvertida, se marchó hacia el interior del
albergue. Me llamó la atención esa reacción, al punto de que fui junto a él,
con la preocupación de alguna noticia familiar adversa.
Cuando
llegué, Osmundo estaba sentado sobre la litera, con la barbilla aprisionada
entre las manos y la carta recién leída descansando sobre sus piernas. Al
indagar razones, una leve sonrisa, casi una mueca, desvirtuó preocupaciones.
- Es
del carajo, Político, ¡Mire lo que me dice este muchacho!
Y me
extendió la carta con autorización para la lectura. Estaba escrita por su hijo
y comenzaba diciéndole que le habían entregado el carné de militante de la Unión
de Jóvenes Comunistas y sabría mantenerlo con honor. También manifestaba que
algún día, cuando fuera un hombre, seguiría su ejemplo de internacionalista. Al
final le decía: estoy orgulloso de ti.
- Yo
creía que todavía era un vejigo y ya es un hombre, Político, ¡es todo un
hombre! ¡Esto es del carajo!
Y
esta última frase era repetida casi de forma imperceptible por el combatiente,
mientras sus lágrimas- sin rubor alguno- rodaban por sus mejillas para casi
unirse a la carta del hijo. Y Osmundo sólo sonrió
y me
dio un fuerte apretón de manos cuando me limité a decirle que podía sentirse
satisfecho porque estaba logrando lo que él ansiaba: que su hijo fuera como él;
no como el Osmundo de sus historias, sino como el que estaba allí presente,
leyendo la carta de su heredero
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario