Operación Carlota
En
el próximo mes de noviembre, se cumplirán 40 años de la Operación Carlota, una
de las páginas más gloriosas del internacionalismo proletario, protagonizada
por el pueblo cubano en solidaridad con la hermana República Popular de Angola,
nacida a la independencia en ese entonces y agredida por las fuerzas más
reaccionarias del imperialismo y otras potencias agresoras.
Más
de 300 mil cubanos participaron en esa epopeya que terminó con la preservación de la independencia de
Angola, de Namibia y fue un golpe mortal para el oprobioso sistema del apartheid en Sudáfrica.
Como
soldado, tuve el honor de participar en la Operación Carlota, en el año de
1976. Formé parte de los miles de cubanos que, sin ser militares, respondimos
al llamado del Comandante en Jefe Fidel Castro y nos sumamos a esa contienda.
La afirmación de Camilo, de que nuestro ejército era el pueblo uniformado, se
confirmó otra vez.
Sobre
esa campaña, escribí varias crónicas, algunas publicadas en el periódico
provincial Sierra Maestra. No abordo en ellas el tema militar. Reflejo el
sentir de los soldados con quienes compartí un año de esa misión. Son temas
sencillos, nacidos de la misma sencillez con la cual los cubanos enfrentamos
esa operación.
Esas
crónicas, las reuní en un texto titulado Pequeños relatos sobre una larga misión,
que permanece inédito. Ahora, como homenaje a la gloriosa Operación Carlota, en
su 40 aniversario, comparto con mis
amigos y lectores algunas de ellas.
Y
esta es la primera:
¡Adiós, Santiago!
.Orlando Guevara Núñez
Muchas veces me había
detenido a pensar la respuesta a semejante pregunta. Es más, mentalmente la había ensayado. Pero la
oportunidad no llegó hasta aquella tarde, un tanto fría, en contraposición con
el habitual calor santiaguero.
Y no sé si por el ensayo mío
o por la práctica y apremio del oficial
entrevistador, las palabras, de ambos lados, fueron pocas.
- Usted está designado para
una misión fuera del país. Es voluntaria. ¿Está dispuesto a cumplirla?
- Yo voy donde sea y cuando
sea.
- Piénselo bien. La misión es peligrosa y hay
muchas probabilidades de no volver. Es una guerra.
-La respuesta está dada. ¿Cuándo?
-Hoy mismo, tal vez dentro
de un rato.
Estuve a punto de hacer otra
pregunta: ¿Dónde? Pero el oficial había
dado ya por terminada la conversación y me percaté de que otra interrogante y
su correspondiente respuesta habrían rasgado los límites de la discreción.
No sabía dónde, aunque
analizando la convulsa situación del mundo y los diversos puntos de conflictos,
imaginaba que sería donde en realidad fue: en la hermana República Popular de
Angola, recién nacida a la independencia y agredida por los intereses más
reaccionarios del imperialismo internacional.
Eran los días finales de
diciembre de 1975. Esa madrugada, luego de una prolongada espera, la misión fue
aplazada, pero los primeros días del enero siguiente le sirvieron de escenario.
Fueron muchas las
sensaciones experimentadas al momento de partir, pero hubo una muy difícil de
olvidar: el adiós a Santiago de Cuba. Ante la inminencia de la partida la
ciudad me pareció distinta.
Si antes tenía de ella una
visión panorámica, ahora me detenía en cada detalle y me parecía que descubría
cosas nunca vistas, aunque ellas estuvieran en lugares por donde a diario
pasaba.
Las calles, las casas, los
árboles, las aceras, las luces, la gente, los edificios, los bancos del Paseo
de Martí, las estatuas. En cada cosa sentía la necesidad de detenerme, aferrado
a la idea de que ellas quedaran grabadas en mi mente.
¡Y cuán hermoso me parecía
todo! ¡Con qué tremenda fuerza me sentía ligado a cada fragmento de Santiago de
Cuba! Y pensaba en cómo serían las cosas allá, a miles de kilómetros, en ese
imaginario lugar, del cual ni siquiera conocía aún el nombre ni su ubicación
geográfica. Y me martillaba también la mente ¿por qué no decirlo? la idea sobre
la posibilidad de estar mirando a Santiago de Cuba por última vez…
Por eso, cuando el ómnibus
se puso en marcha, subió el Paseo de Martí, tomó la carretera central y poco a
poco se iba alejando, ya no tenía tiempo de fijarme en los detalles, pero volví
a la visión panorámica, ansiando que nada quedara sin abrazar por la mirada.
Eran las 9:00 de la noche
del siete de enero de 1976. La ciudad quedaba atrás. Y atrás quedaban también
los seres queridos, los compañeros. No tenía la certeza de volver a verlos. Los
besos y abrazos a mis pequeños hijos y a mi esposa. La incertidumbre
incontestable de hacia dónde iba y cuándo regresaba. Todos esos sentimientos se
fundían en mi mente, se entrelazaban unos con otros, se cedían o disputaban mutuamente el lugar.
Lo accidentado del acceso a
Santiago de Cuba, provocado por las montañas que a semejanza de un insomne y
gigante centinela, con invariable celo
cuidan la ciudad, hizo que muy pronto desaparecieran las luces. Cerré entonces
los ojos, a la vez que reproduje en la imaginación todo lo que momentos antes
había observado con tanto cariño.
Y después, coronando el
Puerto de Moya, torné la vista. Sabía que desde allí se divisaba la ciudad. Y vi
de nuevo las luces, como un triángulo reluciente incrustado en las montañas,
como si éstas abrieran intencionalmente su pecho para brindar la oportunidad de
la última mirada.
Pero fue una visión muy
fugaz, porque pronto el ómnibus tomaría una curva que haría definitivamente
invisible el resplandor santiaguero. Las luces internas del vehículo estaban
apagadas, pero aún así, pude percibir que todos los pasajeros habían vuelto la
vista hacia atrás y luego, sin mediar palabras, se recostaron en sus asientos.
Para mí, el raudo fulgor fue suficiente para permitirme exclamar, uniendo en
sólo dos palabras todo lo que quería y dejaba atrás ¡Adiós, Santiago!
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