.Orlando Guevara Núñez
La
cobra es una serpiente cuyo nombre es sinónimo de una palabra temida por todos:
la muerte.
Antes
de partir para el África, habíamos escuchado muchas anécdotas sobre este
enemigo del cual teníamos que cuidarnos.
Y también recibimos algunas recomendaciones sobre cómo debíamos proceder si por
desgracia éramos víctima de ella.
La
cuestión consistía, si resultábamos mordidos en una pierna –por ejemplo- en
hacernos de inmediato un torniquete más arriba, con el objetivo de que el
veneno inoculado por la víbora no se extendiera por todo el cuerpo a través de
la circulación de la sangre.
Un
segundo paso consistía – de no haber otros medios- en utilizar nuestra propia
bayoneta para cortar la parte afectada por la mordedura. Lo del torniquete no
era difícil asimilarlo; pero lo de utilizar la propia bayoneta en semejante
auto operación no resultaba nada agradable, aunque no hubiésemos dudado en
hacerlo llegado el momento de escoger entre esa “intervención quirúrgica” y la
muerte.
Hacía
algún tiempo –en los primeros años de la Revolución- yo había leído un libro
que aún conservo, de un autor soviético: Los
hombres de Panfilov en primera línea, de Alejandro Beek. En ese texto se
relata una historia relacionada con el tema. El protagonista explica como su
padre había sido un nómada y que al ser picado por una araña venenosa y
encontrarse solo en el desierto, utilizó el método de cortarse él mismo la
parte envenenada, con lo cual pudo salvar la vida. Yo admiraba ese hecho
valiente, pero deseaba de todo corazón no verme nunca en la necesidad de
imitarlo.
Ya
en la hermana República Popular de Angola, tuve la oportunidad, en varias
ocasiones, de ver en la realidad a la temible cobra. En ocasiones algunas
cruzaban por los caminos sobre los cuales transitábamos; en otras, nos
encontramos con éstas mientras realizábamos labores de limpieza de los patios
en las Unidades.
Pero
es justo confesar que sólo una vez sentí una impresión escalofriante ante la
presencia cercana de una cobra.
Había
ya regresado de Sur del país –donde abundan estos animales- y me encontraba en
Luanda, la capital. Esa noche estaba de guardia en la Unidad. Era una guardia
operativa, dentro de una pequeña casa de campaña, donde estaba ubicada una
mesita con un teléfono, más un catre para el descanso del Oficial responsable
de la custodia. La posta que cuidaba la entrada, se encontraba a unos veinte
metros de distancia.
Alrededor
de las 2:00 de la madrugada, sentí un ruido y algo así como un silbido que
salía, o parecía salir, desde debajo de la carpa que servía de piso a la
casita. Como no podía identificar lo que podía ser, llamé al soldado angolano
que junto a un cubano cubría la guardia, con el fin de que me ayudara a
descifrar de qué se trataba.
Cuando
el angolano llegó y le expliqué lo que habìa escuchado, se inclinó sobre el
lugar indicado, esperando que volviera a producirse el ruido que le permitiera
conocer el origen. Y lo hacía de una forma singular, con poses de maestro cuyo
alumno espera su respuesta.
Después
de un breve tiempo de espera, se produjo de nuevo el sonido. Y de parte del
angolano sólo escuché dos palabras: ¡cobra, camarada! La primera la percibí
desde bien cerca, pero la segunda fue pronunciada y a unos cuantos metros del
lugar.
Por
mi parte, abandoné el catre y la casita de campaña. Estacioné al lado del punto
de guardia un “yipe”, en el cual introduje el teléfono, y desde su interior
terminé mi turno de guardia a las 6:00 de la mañana.
Después
del matutino, un grupo de compañeros cubanos levantamos con mucho cuidado la
carpa y allí estaba la cobra, la que perdió su vida sin tener la oportunidad de
obligarme a aplicar los conocimientos adquiridos en caso de sufrir su mordida.
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