.Orlando Guevara Núñez
Durante
los días que duró la angustiosa travesía marítima hacia Angola, todos los
compañeros tuvimos la oportunidad de conocernos mejor. El aislamiento imperante
y el compartir las mismas dificultades,
hicieron aflorar en aquella jornada muchos gestos de un inmenso contenido
humano y propiciaron también otras actitudes que merecieron la oportuna y más
severa crítica revolucionaria.
Pero
no es ése el centro de este relato. Porque voy a referirme a un compañero que
en aquellos momentos no fue ni egoísta ni altruista con los demás. Fue, sí, uno
de los casos reveladores de una personalidad poco común ganadora del cariño de muchos que se convirtieron en
sus protectores durante todo el viaje. Otros lo hicieron centro de chanzas. Me
refiero a El Entumío.
De
ese compañero sólo recuerdo el nombre: Ángel; y que provenía de la región
villareña. Era un hombre joven, de baja estatura y buena fortaleza física. Su
carácter, sin embargo, era tan endeble que él mismo solía repetir su propia
extrañeza de estar entre nosotros “cumpliendo esa riesgosa misión”.
Hurgando
en su procedencia, conocí que su familia - adinerada antes del triunfo de la
Revolución - había abandonado el país, pero él no quiso sumarse a ella y se
integró de lleno a la causa revolucionaria. Un día le hice una pregunta y me la
contestó con la mayor naturalidad:
-
No. Nunca pensé llegar a cumplir una misión internacionalista, porque yo soy un
infeliz. Pero me llamaron y aquí estoy con ustedes.
Lo
de “infeliz” lo repetía cada vez que alguien le abordaba el tema. Y lo afirmaba
con seriedad. Puede decirse que con convicción de que lo era. ¿Por qué El Entumío?
La
cuestión fue que desde que abordamos el barco y él se posesionó de una litera,
a la cual le puso de inmediato un mosquitero, prácticamente no se levantaba
nunca, ni se preocupaba por lo que sucediera a su alrededor. Tanto esto era
así, que había que llevarle el desayuno, el almuerzo y la comida a la cama,
función para la cual siempre había un compañero dispuesto. Muchos le decían que
de tanto permanecer acostado iba a llegar a Angola entumío. Y de ahí surgió el
mote.
Recuerdo
algunas ocasiones en las cuales el desayuno, el almuerzo y la comida fueron
escasos; pero El Entumío no se
preocupaba por eso, tal vez porque siempre oiría a alguien con el reclamo de su
ración y nunca se quedaba sin ella.
Para
muchos compañeros era motivo de preocupación la extraña posición adoptada por
el personaje de nuestro relato. Nunca le llamó la atención salir a contemplar
el horizonte, ni el espacioso azul del Atlántico, ni los peces voladores, ni
tomar de noche el aire puro desde la cubierta. Ni siquiera ver directamente los
virajes del barco cuando estaba averiado. Algunos curiosos llegaron a descubrir
que sólo se levantaba de madrugada,
obligado por las necesidades fisiológicas.
Ya en tierra angolana, cuando recibimos la
primera misión, El Entumío y yo
íbamos juntos. El viaje era muy largo, lo cual nos obligó a algunas paradas,
con el objetivo de comer algo o reponer el sueño y el lógico agotamiento. En
una de esas paradas, realizada para dormir, fui testigo de hasta dónde este
compañero era capaz de hacer cosas que para él serían de un “infeliz”, pero
para los demás merecían un calificativo
que no menciono por respeto al idioma.
El
jefe había decidido que nos quedaríamos a dormir en un viejo taller de
mecánica situado en el poblado de
Quibala, a orillas de la carretera que conduce desde Luanda hacia el sur del
país. Y una de las primeras cosas que hicimos fue organizar la guardia. Cuando
me comunicaron el horario que me correspondía y me anunciaron que El Entumío sería mi relevo, de
inmediato me di a la tarea de localizarlo. Pero no fue fácil encontrarlo, pues
ninguno de los compañeros conocía su paradero.
Después
de mucho buscar por todos los rincones, al fin lo encontré en un pequeño
cuartico, separado totalmente del resto de los compañeros. Alumbré su rostro
con una linterna - después de haberle quitado la frazada con la punta de la
bayoneta - y ni siquiera se puso de pie, ni lo intentó. Lo único que hizo fue reírse
y decirme que había ido para ahí a ver si no lo localizaban cuando le tocara la
guardia. Y a su insólita afirmación le siguió otro brote de risa.
Consideré
que aquello no era ninguna gracia y lo critiqué fuertemente, no sólo por lo de
la guardia, sino también por las consecuencias que hubiese podido traer una
situación de peligro o retirada imprevista, sin que nadie supiera dónde él se
ocultaba.
Al
inicio no me contestó nada. Luego se puso de pie, ya sin reírse y sin mirarme
de frente, pero con un tono que denotaba sinceridad, me expresó con voz muy
baja que yo tenía razón y me preguntó la hora del relevo, al cual asistió sin
dificultad.
Días
después nos separamos. Pasaron varios meses y no volvimos a vernos en tierra
angolana. Pero supe de El Entumío a
través de varios compañeros, quienes me aseguraron que desde el punto de vista
del trabajo todo lo hizo bien. Y algo más importante: que nunca se entumió en los momentos difíciles y de peligro, aunque
pasados cada uno de ellos no desperdiciaba el chance para afirmar que
- Yo
mismo me asombro de que un infeliz como yo sea capaz de hacer estas cosas…
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